lunes, 31 de enero de 2011

Lágrimas de sangre

Imposible imaginar el mayor sufrimiento que alguien pudo pasar por amor a otros. Imposible comparar nuestra pena con la angustia vivida por el Señor Jesús en el huerto del Getsemaní. Aquel sufrimiento, su padecimiento fue tal, que derramó lágrimas de sangre. Derramó la esencia de su propia vida a causa de la tristeza, la cual ningún ser humano ha podido concebir jamás. Fue entonces cuando, desde el fondo de su alma, elevó una plegaria en la que los contrastes se armonizaron.

"Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lucas 22:42).

En estas palabras se reconoce la agonía, el deseo de librarse del dolor; pero sobre todo, el deseo de agradar a Dios y hacer su voluntad. El Señor Jesús, a pesar de saber el sufrimiento que viviría, aceptó vivir el sueño de Dios, la salvación para la humanidad.

Esto es lo que el Señor pide de nosotros, este carácter que esté dispuesto a sacrificar, a luchar y, en ocasiones, hasta sufrir para hacer la voluntad del Padre. No es fácil, pero cuando tenemos la certeza de que el propio Dios está cumpliendo su propósito en nuestra vida, nos decidimos a enfrentar lo que sea con tal de cumplir Su voluntad en esta tierra.

A veces, quizás, el dolor nos hace derramar lágrimas de sangre, pero Dios nunca nos permitiría beber una copa que no pudieramos resistir.