miércoles, 29 de junio de 2011

La sunamita

Una mujer importante, sunamita, siempre acogía al profeta Eliseo cuando pasaba por Sunem. Además le preparó un aposento para que descansase cada vez que pasaba por la ciudad. Eliseo, entonces, le preguntó a la mujer que necesitaba o qué favor deseaba recibir de él? Ella respondió que nada quería. El profeta inquirió con su siervo quien le comentó que ella nunca tuvo hijos.

Eliseo le hizo a la sunamita una promesa: "El año que viene, por este tiempo, sostendrás un hijo en tus brazos". Ella, sin embargo, respondió "No, señor, mío, varón de Dios, no te burles de tu sierva" (2 reyes4:16). Ella ya había perdido la esperanza de tener un hijo, ya estaba conformada con la vida que llevaba, incluso buscaba servir a Dios con amor y sinceridad.

La palabra del profeta se cumplió. Ella dio a luz a un niño quien creció y, estoy segura, se convirtió en el orgullo de su madre, su sueño hecho realidad. Varios años transcurrieron más un día el chico se enfermó y falleció. La mujer lo llevó al cuarto del profeta y sin decir nada a su esposo fue hasta Eliseo y le dijo: "¿Acaso le pedí un hijo a mi señor? ¿No dije yo que no te burlaras de mí?" Al perder a su hijo, la indignación que estaba dormida en la sunamita despertó. En otras palabras le dijo a Eliseo: ¿Porqué Dios me dio un hijo y ahora quiere llevárselo? Después de haber recuperado la esperanza no aceptaba perder nuevamente lo que había conseguido. Ella se aferró al profeta hasta que consiguió llevarlo donde su hijo y obtuvo el milagro que buscaba.

Apareciste en mi vida cuando menos te esperaba, cuando te conocí ya había perdido todas las esperanzas, mis sueños estaban destruidos. Creía que el amor era un mito, algo imposible e inalcanzable. La desilusión guiaba mis decisiones y me llevaba paso a paso al abismo de la deseperación en mi vida.

En verdad nunca le pedí a Dios que te trajera a mi vida, llegué a imaginar que no podría volver a amar a nadie, que nunca podría ser feliz de nuevo. No obstante, llegaste como un soplo de aire fresco y mi esperanza renació, lo que creía imposible sucedió, despertaste en mí pensamientos y emociones que creí perdidas. Me enamoré de ti. Dios te trajo a mi vida sin que yo te esperara, tu llegada fue para mí como una estrella fugaz, un inesperado regalo del cielo.

Ahora, sin embargo, estás lejos. Baluartes y enemigos se levantaron entre nosotros para separarnos. Dificultades que impidieron que estemos juntos, pensamientos, dudas, críticas, chismes... en fin, todo el infierno se ha levantado para mantenernos alejados.

Pero, como la sunamita, hay un clamor que se levanta con indignación ante Dios. Yo nunca te pedí, yo no imaginaba que pudiera existir alguien quien, en verdad, fuera mi otra mitad. Ya había perdido la esperanza y Él te trajo a mi vida, ¿debo ahora perderte así como así? No, simplemente ya no lo acepto. Ahora que descubrí qué significa ser feliz, no puedo dejarte ir. No voy a darme por vencida. Voy a luchar con toda mi fe, entregar mi sangre si es necesario, aferrarme a Dios hasta que resucite lo que, aparentemente, está muerto.

La sunamita recuperó a su hijo pues ya no estaba conformada con la soledad y el fracaso. Yo tampoco lo estoy, si Dios te trajo a mi vida en primer lugar, ahora tiene que establecer la bendició que me dio. No acepto nada menos que eso, ya no me conformo con una vida de soledad pues ahora Dios ya me ha mostrado que es lo que tiene para mí y ha cambiado mi visión por cosas grandes.