jueves, 3 de febrero de 2011

Soledad

Siempre he disfrutado los momentos de soledad. El silencio, la paz y la tranquilidad se adaptan con facilidad a mi carácter. Sin embargo, hay días cuando esa misma soledad es difícil de soportar. Cuando el silencio oprime el corazón, la paz se esfuma... en fin, el alma clama por un poco de compañía.

   Días cuando después de terminar con todo el esfuerzo nuestras ocupaciones, nos sentamos a descansar sin hallar alivio para la soledad, cuando es duro contemplar la vida pasar, el sol brillar y el viento soplar desde sitios desconocidos, cuando se abre una llaga de amargura en el corazón.

   Días cuando la Palabra de Dios tiene libertad para hablarnos, cuando Su presencia tiene espacio para morar dentro de nosotros, cuando Su majestad inunda cada espacio de nuestro ser. Días cuando el propio Dios viene a consolarnos y no permite que la soledad se adueñe de nuestro ser.

   Paradójicamente, en la soledad estamos más cerca de la presencia del Señor, nuestros problemas desaparecen y sólo permanece la confianza en Su perfecta voluntad. En la soledad Dios nos habla de forma clara, sin impedimentos; en ella recibimos consuelo cuando todas las luces se apagaron y caminamos en la oscuridad. En ella podemos descubrir que el Señor Jesús es el principio y el fin de nuestra vida, el único digno de nuestra adoración y de nuestra dependencia hacia él.

   Soledad... sólo en ella descubrimos que no estamos solos.